Hay conversaciones que se quedan grabadas de por vida. Y momentos. Recuerdo aquel día de verano como si fuera ayer, sola, esperando dios sabe que. Entonces se me acercó un chico pidiéndome amablemente un cigarro. ¡Cómo iba a negárselo! Se lo hizo, a mi vera y me pregunto si me molestaba que se sentara a mi lado. Decidí acompañarle y encenderme uno. Hablo conmigo, mucho, me contó su historia, me dio las gracias. No era más que un chico harto de este país, de la sociedad, que un día normal y corriente se había convertido en el peor, y él ni siquiera quería estar ahí. Hablamos durante casi una hora. Me sentí bien, me sentí en casa, con una persona que sin conocerme de nada, me impulsó a seguir mis sueños. Era tan reconfortante que no podía ni entenderlo. Entonces se levanto, me dio dos besos con una majestuosa sonrisa que cambió al ver que mi mirada divisaba algo. Se dio la vuelta, me miró, y con un gesto y una mirada sincera, se despidió para siempre. Al otro lado se acercaba aquello que estaba esperando. Mis pulsaciones se aceleraron, mi sonrisa se encogió y de repente sabía que lo había perdido todo. Todo aquello que había construido durante años se iba al garete en una milésima de segundo junto al rostro de una persona que acababa de ver por primera vez. Y ahí supe, en ese instante, que había sucumbido a la perdición, que lo que tenía delante iba a ser el precipicio del que juré que jamás saltaría. Y vamos que si salté...
Si me preguntas si se puede morir de tristeza, te responderé firmemente que si, pero que de amor, también
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