Hay caricias que duran incluso después del roce. Hay, a veces, personas a las que la distancia no puede separar. Y escalofríos provocados por el calor de un abrazo. Aún hay sonrisas de esas que parecen cualquier otro amanecer. Algunas noches tengo la sensación de que el camino corto también puede ser el correcto. Que, por una vez, la felicidad no depende de llegar a ningún sitio, sino de disfrutar del lugar en el que estamos. Sólo hay que cerrar los ojos. Cerrarlos con fuerza y acordarse de lo bonito. De la brevedad, el detalle, el momento. No se puede vivir como aquel que no recordó darse una oportunidad para ser feliz. Y agarrarse a la esperanza. Agarrarse con fuerza a las ilusiones. Y seguir. Seguir, parar, tomar aire. Respirar. Mojarnos bajo la lluvia. Y nunca. Nunca creer que las cosas que se derrumban no pueden levantarse de nuevo. Nunca creer que lo triste durará más que nuestras fuerzas. Quizá el problema sea que miramos el cielo por la noche y nos parece que ya no hay demasiadas estrellas. Que algo se apagó hace tiempo y que nada luce igual. Pero no lo olvidéis nunca. No olvidéis hacer brillar vuestros ojos. Que nadie nos quite, nunca, el derecho de iluminar un poquito el mundo.
Se fue a dormir, como cuando uno se va a la guerra, pensando que quizá no volvería nunca.
Se fue solo, armado con un pijama, y toda una soledad en la sonrisa, de esas que apagan las estrellas en el cielo. Se fue, como siempre. Como cuando se juraba que ya no estaría solo, pero se mentía. Y le entraba el sueño, mientras contaba salidas de emergencia que permanecían cerradas, aún incluso cuando la tristeza era tanta y las ganas de escapar tan grandes. Aún incluso, porque se puede sobrevivir con la respiración acelerada tras dejar de correr, y dejar las prisas, por llegar pronto. A cualquier parte.
En un mundo de grises
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