Se apagó la luz. De repente, cómo quién no quiere la cosa. Diría que fue un mar de dudas y cien años de soledad. O eso me pareció a mí. Porque en ese mismo instante dejé de insistir para trazar las piedras del camino, ese del qué no podía huir. Las reglas eran sencillas: síguelo y qué nada te entretenga. Y a medio camino estabas tú. Cómo quién llega en el momento inapropiado, el día menos soleado. Ese momento en el qué dices "tienes que estar bromeando".
Otra vez no.
¿Sabes a todo lo que estabas acostumbrado? Pues olvídalo. Porqué te va a cambiar los esquemas de tal manera que cuando te acuestes querrás dejar de sonreír. Y seguramente, quieras o no, harás muecas de dolor por no haberle dicho nunca la verdad. Te arrepentirás de dejar pasar los días y no haberle dicho cuánto aprecias ese momento, ese al que te ha malacostumbrado. La luz del día transformada en noche tras la persiana, los intentos fallidos de cosquillas y cuando te coge de tal manera que levitas. Literalmente, sientes que puedes volar. Porque nunca, jamás, reitero, jamás había sido tan natural. Y tú nunca habías sido tan tú. Tampoco quieres saber si él había sido siempre tan él. Pero quieres conocer todas las cicatrices de su cuerpo, contar los lunares inagotables de su espalda, verle respirar cuando las fuerzas no pueden más.
Llega ese momento en tu día a día en que cambiarías ese mismo segundo, minuto, hora, vida por un ratito desnuda en su cama. Por el mísero roce de su piel, ese que sin saber cómo, siempre sienta tan bien. A solas, sin más luz que la que desprenden tus ojos cuando ves que se acerca lento, sonriendo.
Sé valiente. Sal de tu zona de confort.
martes
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