Ella no era una princesa, no era hija del dueño de hacienda ni nada digno de admirar, era hija de un parado y una vieja bruja alocada, sin ningún hermano y como mascota, una comadreja. Pero era hermosa, tan bella como la lluvia de verano y, aunque sus vestidos no fueran caros, sabía cómo llevarlos dándole elegancia a su cuerpo delgado ¿Sabes? Alguien se enamoró de esa dama de cabellos oscuros pero rubios a la luz del sol, alguien supo apreciar el brillo intenso del azul de sus ojos, también su extraña forma de andar, a veces brincando, a veces lento, como si fuera contra el viento. Ese Caballero ¡tan orgulloso! ¡Tan egocéntrico! Investigó durante un verano, un otoño, un invierno y media primavera para conocer su nombre, ¡quería saberlo todo! Su color, su perfume, sus aficiones, sus sueños… quería formar parte de ella y convertirse en su esencia. Y por fin, obtuvo el valor ¡qué valiente! Lanzó piedras contra su ventana suplicando su amor y cuando ella se asomó el susurró: “Sé que no me conoces y voy a suponer que tu papá no te deja hablar con desconocidos pero yo, bella dama, te he buscado durante meses por no decir un año y al fin, ¡oh, al fin! Estoy frente a ti, y aunque es de noche sé cuál es el color de tus ojos, sé que la luna te tiene envidia y por eso hizo oscura la mitad del día. Te ruego por favor que bajes y me des tu mano, que arriesgues tú futuro a este loco desconocido, si no… Harás que mi futuro se vuelva gris y triste” Y así fue, su futuro se tornó de un color medio asqueroso pero tan oscuro que no lo puedes ver en mitad de la noche. ¿Sabes lo mejor? Pasaron meses y recapacitó, tras organizar sus ideas y acomodar sus días se instaló en su nuevo hogar, independiente de sus miedos y nació una nueva criatura con soles en las venas y sueños en las pecas. Un día cruzando el mercado unos actores estaban recitando, se trataba de un escritor apenas famoso en esa época y sus actores representaban a una dama y un caballero, ella en la terraza, él suplicando por su amor ciego. Sintió un leve dolor, sí, era su corazón destrozado y el amargo ardor de sus lágrimas. Le quería, a eso nadie podía responder con traición. Ella se arrepintió pero ya era tarde, no había por lo que luchar hasta que tras años de sueños rotos, él tomó su mano, se encontraron en un lejano campo, y creando ambas sonrisas aclamó:
"¡Oh, Juliet! ¡Tu sonrisa me hace tan feliz! Porque sé que es gracias a mí, porque has demostrado quererme…”
“¡Oh, Romeo…!”
“No temas, Juliet, Ninguna causa está perdida mientras haya un insensato luchando por ella”
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