El estado de guerra suspende la moral; despoja a las instituciones y a las obligaciones eternas de su eternidad y, desde entonces, anula en lo provisorio los imperativos incondicionales. La guerra no se sitúa solamente como la mayor entre las interpelaciones de la moral. Ella la torna ridícula. El arte de prever y de ganar por todos los medios la guerra se impone desde entonces como el ejercicio mismo de la razón. Sin duda alguna que quien ha perdido, por su propia culpa y mediante algún acto merecedor de la pena de muerte, el derecho a su propia vida, puede encontrarse con que aquel que puede disponer de esa vida retrase, por algún tiempo, el quitársela cuando ya lo tiene en poder suyo, sirviéndose de él para su propia conveniencia, y con ello no le causa prejuicio alguno. Si alguna vez cree que las penalidades de su esclavitud pesan más que el valor de su vida, puede atraer sobre sí la muerte que desea con sólo que se niegue a obedecer las voluntades de su señor.
Tal es la auténtica condición de la esclavitud; ésta no es sino la prolongación de un estado de guerra entre un vencedor y un cautivo.
Pero suponiendo que la victoria favorezca al bando que tiene de su parte el derecho, pasemos a estudiar la situación del que triunfa en una guerra justa, y veamos el poder que le da la victoria, y contra quién se lo da. En mi entender, se trata de un poder totalmente despótico. El conquistador detenta un poder absoluto sobre la vida de quienes, por haber hecho una guerra injusta, han perdido su derecho a la vida
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