Lo bonito de todo esto es haber averiguado que al haberlo perdido, me perdí a mi. Me siento afortunada de compartir mi tiempo con personas dispuestas a perderse conmigo, no estoy segura de si para encontrarme o como excusa a volver lo que un día fui. Es impresionante caminar y que las horas te parezcan quince minutos, mirando hacia atrás me asombra ver como la ladera nos llevaba hacia abajo y nuestros instintos nos llevaron a lo alto. No cambiaría con nadie, por nada del mundo, la tranquilidad que siento cuando estoy arriba y respiro tan profundo que estoy segura de haber perdido un pulmón por el camino. A veces llego a casa y me duelen las manos, las noto secas y con mucha debilidad pero se canaliza hasta dibujar una sonrisa que dice "hoy ha sido un buen día". A lo largo de las semanas vivo preocupada de seguir hacia delante y conseguir las metas que me propuse pero llega el viernes y vuelvo con esas ganas de llegar a casa con algún rasguño de más y un peta que me haya hecho volar.
Es inconfundible como me gustaría pisotearle a alguien el orgullo cualquier martes de mañana y hacerle sentir isignificante aunque claro, la gracia es que cuando estoy abajo y miro hacia arriba, yo soy el gusano del cual se ríe la montaña que me tapa el sol. Soy nadie. Y eso me hace feliz. Me devuelve mis principios y me hace saber que soy uno más que está dispuesto a disfrutar de las maravillas que nos ha prestado la naturaleza. Como un animal, me devuelve mi humildad.
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