martes
La sensación de viajar todos los días en este maldito autobús me hace sentir bien. Es ridículo, al fin y al cabo, el transporte público es de lo más desesperante que pueda existir, esperar al susodicho coche o tren, pasar frío, me duele el hombro por este estúpido bolso y la bendita comida que luego me dará la vida. Pero hay pequeños detalles que te hacen sentir vivo. Como el simple ejemplo de un joven, sujetando con fuerza el termo caliente que contiene un café que posiblemente sea lo único que le mantenga despierto por las mañanas, como su eterno agotamiento se ve limpio por unas milésimas de segundo al acercarse le un perro y olisquearle. Le emboza una sonrisa. Es un segundo, pero algo le ha hecho empezar el día de otra manera. Veo personas que aún sienten unos principios, educación mejor dicho, cediendo el paso con una sonrisa amable, ayudando a algún que otro anciano a subir. O el simple agarrar del brazo con confianza, aún sin conocerse, a una chica con síndrome de Down. También puedo ver como todas estas personas viven incondicionalmente atadas a su dispositivo móvil. Seguramente, si yo no tuviese este ordenador en mis manos mientras viajo, estaría en su misma situación. Es tan ridículo. Por suerte mi camino se hace más ameno escuchando Capital Cities mientras observo las sucias calles de Aluche, pero llenas de tantos bellos (y sucios) recuerdos. Alguna que otra noche en aquel bar donde nos juntábamos todos sin ser yo nadie para ese grupo. Como de manera indirecta, bueno, que narices, directa, quise plantearle a alguien que le deseaba. Tan divertido. Las noches que pasé en Colonia Jardín teniendo ¿Cuántos? ¿Catorce años? Con esa persona que hasta hoy sigue presente en mi vida, no tan a fondo, pero ahí está. O las cervezas que me tomé con mi compañero de equipo, mi hermano mayor, aunque a veces parezca que tiene más que ofrecer. Pero lo más hermoso de este viaje, sin duda, es el paisaje. Veo al fondo las cuatro torres de Madrid ¡Dios, qué grandes son! Siempre me fascina verlas a lo lejos, ya no digo cuando atardece. Veo los chalets donde posiblemente vivan personas con dinero, bastante dinero, lo bonito que sería vivir en ese adosado, o las azoteas que se gastan con vistas al campo. Aunque lo que más me enamora es ver la sierra al fondo, cubierta de nieve, tan única como otra cualquiera. Me hacen soñar, soñar con el momento en que subiré a visitarlas y jugaré con su nieve, de nuevo. Quiero observar la belleza de la naturaleza, como los árboles luchan por sobrevivir al frío, la sensación de saber que todos los bichillos están en sus respectivas casas ansiados por buscar el calor. Pero ante todo, quiero la compañía de aquellos que quieren disfrutar de ese hermoso momento conmigo. Quizás maldigamos al frío, no sería la primera vez, y mencionemos lo maldito que es este invierno por no dejarnos escalar. Por suerte la naturaleza es sabia y nos ofrece más oportunidades que no sean las majestuosas paredes que nos permiten ver las cosas un poco más alto. El otoño prácticamente se acabó, ahora es hora de dejar pasar al blanco. Bienvenido sea pues. También sueño con el verano que me espera, querer disfrutarlo al máximo, viajar, conocer todos los rincones de este país, las vistas, paredes, cuevas, mares que nos ofrece. Volver a Cáceres y empaparme de nuevo en esa agua tan cristalina. Ver Asturias después de tantos años y poder trepar en sus laderas. Y sin duda, mi amada Galicia… con su mar y tranquilidad. Pero el camino se hace corto y es hora de dejar de soñar. Veo a lo lejos el maldito dinosaurio que vive cerca de mi universidad así que, vuelta a la realidad.
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